jueves, 1 de octubre de 2009

Cómo me hice cinéfila

Cuando compró las entradas se las guardó en el bolsillo y se colocó con su hermana en la cola para entrar en el cine. Era un local pequeño, de barrio, con cuatro salas desde que el dueño lo había reformado un año antes.

"Seguro que es muy bonita la película", pensó, mientras su hermana buscaba unas monedas en su pequeño monedero de color rosa.


Las puertas se abrieron y la gente empezó a entrar en el vestíbulo del cine; compraron unos refrescos, y entregaron la entrada. "Sala dos", dijo el hombre, señalando con el dedo. Caminaron hacia la puerta, sonrientes, pensando las dos que era la primera vez que iban solas al cine, sin sus padres, sin la madre de alguna amiga del colegio, solo ellas.


La sala estaba poco iluminada; la gente iba ocupando sus butacas, y las dos hermanas encontraron las suyas. En cuanto se sentaron se apagaron las luces y comenzaron los anuncios de películas, con los comentarios de "esta puede estar bien", "esta parece un bodrio", y finalmente los título de crédito de la que iban a ver. Contuvieron la respiración, y las primeras imágenes de El Último Emperador surgieron ante sus ojos, hasta que la sala desapareció, la butaca se hizo invisible, la luz de emergencia de la pared dejó de existir, porque estaban allí, en China, y ya no existía nada más que la película.




Cuando salieron del cine, las dos estaban impresionadas y comentaron lo bonita que les había parecido la película. Esa fue una de las muchas veces que fueron juntas al cine, en ese cine pequeño, de butacas minúsculas e incómodas que estaba en su barrio, que ahora es un supermercado, pero que fue muy importante durante esos años.


Allí me hice cinéfila...


Selene






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